martes, 7 de febrero de 2012

Dulce introducción al caos

Ella paseaba cada mañana por la misma avenida de la moda neoyorquina. Y cada mañana salía de tiendas parecidas, con bolsas llenas hasta arriba de ropa y complementos de lujo, y en el bolso diseñado por Louis Vuitton, Chanel, D&G o CH guardada una tarjeta de crédito, cuya banda ardía de tanto usarla. Un pelo rubio, ondeante hasta las caderas, y labios a juego con el color de sus uñas y su vestimenta, cada día distintos. Así, cada mañana cuando ya les molestaban sus tacones de Manolo Blahnik, sacaba su BlackBerry de última generación decorada con pequeños diamantes de swarovski y mandaba un mensaje instantáneo a su chófer, que la esperaba unos cuantos metros más allá. Poco tardaba en subir a su impresionante limusina y ponerse una copa de Moët & Chandon, quitarse los zapatos, y llamar a alguna de sus grandes y falsas amigas para ir a una gran fiesta, una exposición de arte contemporáneo o a un aburrido estreno de una película de Hollywood a la que estaba invitada por meras cuestiones de la sociedad de Nueva York. A la gente le gustaba hablar de su vida, de lo que vestía cada día y ella no les había dado ningún motivo ni ningún derecho a esa gente para que hurgara en su vida privada. Tal vez una, pero solo una: nacer en una de las familias más ricas y en uno de los barrios con el metro cuadrado más caro del mundo. Y ser de la clase alta en una sociedad capitalista es duro, la envidia es el principal motor del mundo en el que vivimos.